El suicidio de un lápiz

miércoles, 4 de noviembre de 2015

El amanecer era color naranja aquel verano en Darío. Aunque en el resto del día se respiraba aire seco, en las madrugadas una frescura húmeda siempre surgía junto a olores de hiervas tropicales, el eco de un gallo al cantar,el grito de los loros en pandilla, los pasos de los mercaderes y la última ronda de la lechuza.

A esta escena dirigida, escrita y realizada por la naturaleza, el joven Amir le agregaba una ceremonia, la cual definía como todo un acontecimiento.

Aprendida esta actividad en la enseñanza de una familia sumergida en una especie propia de moral, fe acomodada y una hipocresía no fatal hasta entonces, era también una herencia dejada por el patriarca Don Cirilo y consistía en un saludo a su viuda, quien se encargó de todos y todas tras su partida.

Amir abría los ojos, tanteaba el día con los pies al suelo y lo siguiente era siempre saludar. Por muchos años, en aquella casa o lejos de ella. Hasta aquella noche, la que no concluyó con el amanecer de este escrito.

Cada aurora en Darío permitía un recuento y valoración de los sueños concluidos, confusos o interrumpidos. Al terminar cada sesión, Amir suspiraba y buscaba la ceguera hermosa que provoca el sol recién salido. Sentía, hasta ese momento, por algún motivo no anatómico, la sangre entrar a su cuerpo.

Una vez encontrada la razón por la cual contaba con otro día de vida, sacaba su agenda imaginaria y con su índice derecho, dirigido hacia varios puntos a la vez, enumeraba la actividad con hora asignada y respectivos imprevistos del día. Era fin de semana, un día libre.

Amir es obrero en una fábrica donde se le encomendó una producción con calidad. Tiene a su cargo un cocktail de trabajadores confesos escuchas, respetuosos de tiempo completo, preguntones porque ni modo y sinceros al dejar en claro la no disposición al compromiso. Auto nombrados subalternos de tránsito.

Amir decidió escribir sobre el placer que le produce su adicción al trabajo. No puede vivir sin el verbo madrugar y junto a estos vicios dejaría plasmado la extraña sensación de impulso, provocada por un grupo de personas abandonadas por las ganas de aprender y convertidos en su principal razón para enseñar.

¡Qué adicción a escribir! Son las ocho de la mañana. Lleva dos horas de redacción mental. Es sábado. De pronto se ve sin ideas, sin ganas de sostener más el lápiz que recién tomó. Ha llegado a una conclusión como la de la bruja frente al espejo, espantosa.

Es una persona de pocos temores, pero Amir acaba de descubrir lo único en la Tierra con capacidad de espantarlo: no poder escribir. Regresa a la cama. Aborta el baño programado para dentro de una hora. Ahora ve el techo y simplemente no quiere vivir más. No se anima a ejecutar su deseo.

Muchos lo ven y creen que descansa. Las horas avanzan. Con el ocaso, el cual imagina, le pide a su mente no seguir más. Ella accede, todo se detiene. Llora mientras abandona el cuerpo delgado habitado por veintiocho años y sus lágrimas salen por no haber escrito su muerte.

Es de noche. Aquella noche. La mente muere como un lápiz, de pronto y de vez en cuando. Cuando ocurre todo termina.


Trabajar para la muerte

lunes, 1 de junio de 2015


El barrio Acahualinca es un asentamiento ubicado en el último lugar de una lista. Hablo de aquellos lugares inseguros donde la municipalidad de Managua debe trabajar para la garantía del disfrute de un sitio histórico.

     Este rincón de la capital nicaragüense, con calles trazadas de manera improvisada, colinda con un tope de cadáveres llamado lago Xolotlán.

     Aquel sábado de noviembre de 2013, cuando cubría noticias en el Hospital Lenín Fonseca con Marvin Cuadra, compañero de turno, recibimos el llamado de una fuente policial donde afirmaban la presencia de un cadáver en la costa del Xolotlán.

     Inmediatamente se envió un previo de última hora. En las emisoras con noticieros de nota roja este es un ejercicio de rigor. Estábamos en camino a las cercanías de la Planta de Tratamiento de Aguas.

     Luego de recorrer el laberinto llamado Acahualinca y llegar a una calle sin pavimento, zanjas y charcos, una patrulla nos orientó hacia un grupo de curiosos a los cuales no les importaba el hedor a mierda y putrefacción.

     Pasamos sobre una pila séptica para hablar con un pescador de la zona. Este hombre cercano a los cincuenta años, barba con canas, pantalón rizado hasta las rodillas y camisa abotonada a medias, narraba por quinta vez su descubrimiento.

Los muchachos, todos menores, lo rodeaban para oír su historia. A dos metros de él y como imagen de fondo para su anécdota, flotaba boca abajo el cuerpo de un hombre, joven, tez morena y de aproximadamente metro ochenta.

     Muy temprano ese sábado, este pescador se adentró al Xolotlán y mientras tomaba el rumbo de unas zarzas se topó con un “bulto”.

     “Yo pensé que era un lagarto, pero al ver la ropa me alegré”, dijo.
     Luego de su declaración, los jóvenes escuchas le pidieron lo volteara para saber quién era. Un conocido quizás. Procedió a arrastrarlo con un garrote. Antes cubrió su nariz con un pañuelo.

     En instante el olor de la muerte se esparció como una onda expansiva. Se podía sentir hasta el peso del hedor. Entre tanto, todos los presentes hacíamos esfuerzo por reconocer el rostro del hombre.

     El cuerpo adoptó un volumen insólito. Tenía el aspecto de un globo con forma de cuerpo humano. El pantalón cedió a la hinchazón y las manos tenían mordeduras.

     Marvin Cuadra envió la nota completa al aire ya con algunos detalles. Sufrió una crisis de hipertensión minutos después.

     Al finalizar el reglamentario trabajo de fotos en el hecho, decidí preguntar al pescador sobre su tranquila manera de narrar el hallazgo.

     “Mire, el jueves fue día de pago. Yo ya no me extraño porque esos borrachitos que se toman el pago se van a los cauces y vienen a dar aquí. No es la primera vez que veo uno”.

     Aquella fue una semana lluviosa. Nos retiramos con la indicación policial de que el cuerpo sería trasladado al Instituto de Medicina Legal.

     Con la rutina de un reportero cuya fuente son los hospitales, al siguiente día había olvidado el evento. Luego lo retomé en una conversación con Marvin Cuadra cuando estaba fuera de aquella emisora.

     “Fijate fue reconocido un mes después. Se trataba de un tomador consuetudinario que trabajaba en el Mercado Oriental”, me comentó.

     Resulta difícil entender cómo un cuerpo puede recorrer tanta distancia sin vida. Además, el silencio de las noches invernales en Managua se presta para estas hazañas de la muerte.
     Hace dos noches terminé de leer varios cuentos de Edgar Allan Poe. Entre ellos “Los asesinatos de la calle Morgue”.

     Soy un lector insaciable de los libros de aventura, pero este escritor estadounidense evoca cualquier cantidad de memorias en un reportero que ha debido tener como fuente a la muerte.

     Hablaré de Allan Poe en las próximas entradas.

Ustedes deciden ¿o quién?

viernes, 22 de mayo de 2015



“Si por primera vez alguien te hace daño podemos decir que es culpa suya. Pero si sigue haciendo daño ya es culpa tuya”, Peter Morales.

El caballero autor de la frase con la cual inicio fue mi jefe en el negocio de las maquilas. Soy periodista. Alejado de los medios de comunicación más conocidos, donde laboré. Hoy motivado a hablar de la libertad de expresión.

La ocasión de Centroamérica Cuenta si ha sido el momento para hacer una parada. La gente solo tiene en Nicaragua una porción de lo que pasa, pero ocurren muchas cosas y pocos medios lo pueden decir.

En abril de 2012 en Panamá, nos reunimos un grupo de periodistas latinos para exponer la realidad de la libertad de expresión en nuestros países.

La invitación fue hecha por la Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA. Muchas noticias de asesinatos para callar a periodistas sobre todo en la zona norte de América Central, secundados por apologías policiales nos bajaron los ánimos.

Sin embargo, el conversatorio coincidió con la llegada de Carlos Dada, Director de El Faro de El Salvador, quien horas antes recibía la recomendación por parte del Ministerio de Defensa que protegiera su integridad.

Carlos Dada aprobó la publicación de una investigación, donde se exponía el acuerdo bajo la mesa entre gobierno salvadoreño y las maras para el cese de la violencia. Un trabajo que salpicó a la iglesia católica.

Las amenazas no tardaron. La ponencia de Dada se resume en la idea con la cual inicié este escrito. El problema, así lo definió, es no tener el mismo peso de los medios oficialistas para decirle a toda la gente de cuánto se pierde en información.

Después de escuchar los procesos y situaciones por las cuales debió pasar para publicar los ánimos subieron. Queríamos crear una América Latina nueva con todos los conocimientos compartidos en esas mesas.

Aterrizado a Nicaragua, aquel análisis de hace tres años tiene vigencia. No soy estadista, pero el porcentaje de nicaragüenses quienes llevan muchos inviernos y veranos en consumo de propaganda es deprimente.

El país no solo es de bellezas naturales e ideologías dirigidas a una especie de tierra prometida. Tampoco hay tiempo para atrincherarse y usar medios que orbiten únicamente a rechazar esta realidad.

En un margen de tres años laboré tanto para un medio del gobierno como de la contraparte. Mi escuela hizo que cambiara el rumbo de mi necesidad laboral.

“Pero hay que comer”, decía una excelente y profesional profesora de televisión. Muy bien, ahora hago a un lado el tema  de la dignidad.



Es sencillo, cuando se inicia en este oficio el compromiso con la sociedad es mayor en comparación al de cualquier político, si así se les puede llamar.

Personalmente prefiero ganarme la vida en actividades distintas al periodismo, a someter mis ideas en un medio. Se puede ahorrar para llevar a cabo un reportaje o crónica y publicarlo en la web.

Los medios digitales son aparentemente la salvación para la libertad de expresión. El asunto es que la juventud en mi país va encaminada sin frenos a lo que Vargas Llosa llama “la sociedad del espectáculo”.

Todavía no hay la voluntad de informarse sobre el entorno a través de un smart pone u otro dispositivo. Así que el obstáculo ya no es la brecha tecnológica.

Por lo mismo, es imposible, no es permitido que controlen la información digital. Si deseamos tener vecinos y conocidos con ganas de leer nuestros trabajos es preciso impedir este atrevimiento.

No crean que un medio digital no es un negocio. No es rentable comprometer una agenda informativa con intereses particulares, la clave es vender, ofrecer un servicio. Al final uno debe marcar las pautas en tu espacio y las empresas tecnológicas desean vender, punto.

Colegas periodistas, la educación está a un paso de exponerse en un museo arqueológico en Nicaragua, las necesidad de muchos talentos de vender sus ideas les esperan, el tema cultural no está en planes siquiera.

No es precisamente dejar de fiscalizar el poder. Al final la información es poder. No podemos estar tan cerca del poder, ni tan largo del mismo. Cualquiera de ambos escenarios nos somete.

Si no cambiamos el rumbo de esta centralización de medios hablaremos solo de la fantasía que nos venden.

Como la mañana en que regresé de Panamá luego de hablar sobre Nicaragua, hoy sigo con el entusiasmo de ver una propuesta desde mi escuela de periodismo para educar a la sociedad, tal cual nos enseñaron.

Estoy convencido que todos tenemos capacidad de saber cómo reaccionar ante la necesidad de hacerlo.

Cuando la solución es irse

domingo, 6 de abril de 2014



Ya pasaron dos años. Cuando fuiste una vez migrante las huellas perduran. Salud. 
 
Cristhian Ruiz

“¿Ya se durmió? ¿Lloró? ¿Se terminó la pacha? –una pausa- ¿Y el papá ya llegó? Nosotros estamos saliendo de Managua, estamos por la, la, la rotonda donde está una virgen grande. Acérquelo al teléfono. Cosito, cosito, te quiero mucho. Dormite por favor, no llorés, hacele caso a la abuelita cosito”.

Así se despidió Blanca Lucelia, una madre de 17 años, quien decidió dejar su país y a su hijo de 22 meses. Lleva seis meses sin trabajo y prestó cuatrocientos dólares a un familiar para irse en una excursión a Panamá, donde una tía le prometió trabajo como doméstica.  

La acompaño. Estoy desempleado y allá me espera un primo, con quien buscaré trabajo. Compartimos dos asientos en la mitad del autobús. Me pidió el lugar cerca de la ventana y accedí.

Luego de esperar seis horas para abordar, en un barrio oriental de Managua, el vehículo está en marcha y dejamos la capital roja como una ciudad de Venus, en un atardecer de noviembre de 2012. Dos horas necesitó el conductor para llegar a Peñas Blancas, en la frontera sur con Costa Rica. Hasta ese punto, esta madre aventurera pudo llamar por su celular para tener noticias de su hijo.
 
Es media noche, su madre cuida al niño, pero ya se durmió y no contesta. Blanca Lucelia tiene descargado el celular. En delante la comunicación es cero.   

“Bueno, a ver hasta cuándo vuelvo a saber de él”, me avisa inesperadamente mientras mira fijamente el cielo de una madrugada fría cuando ya circulamos en la panamericana tica. Se duerme.
La joven de mirada balística, color miel y con tercer año de secundaria aprobado estuvo ya en Costa Rica. Trabajó como doméstica un año, pero los precios altos y los salarios estáticos la empujaron a regresar a Nicaragua, no consiguió empleo y ahora se dirige al país canalero.  

Ocho de la mañana. En la frontera tica con Panamá la visitan los nervios. En pláticas previas a su salida, en su natal Tipitapa, le han dicho que a nicaragüenses como ella las secuestran y las tienen en prostíbulos, sin comer, encerradas, a cambio de no tener problemas con migración.  
  
“Tengo miedo, dicen que aquí te bajan el cielo a la Tierra”, comenta mientras aprieta su pasaporte contra su pecho. Pasamos al área donde se marca el sello migratorio de ingreso a su destino.

Todos los viajantes, incluso mi compañera de asiento cruzan miradas a un paso de entrar a Paso Canoas, un sitio del cual se comentó todo el trayecto con tintes de fin de la travesía. Para Blanca Lucelia llegan nuevos pergaminos para escribir su historia. 

En el punto donde tiene sus pies se deben reportar quinientos dólares de solvencia económica y así ingresar al país canalero legalmente, es decir, como turista. Blanca Lucelia no lo es, lleva la disposición de servir en una casa por cuatrocientos dólares al mes y con “dormida adentro”. 

No es la única. Más de la mitad de la excursión la compone un grupo de mujeres ansiosas de ganar dinero. Las edades se pueden asignar con facilidad y la juventud prevalece en el grupo. No todas son madres, pero todas quieren ser domésticas.

Si los agentes de migración descubren a Blanca Lucelia todo acabó. Debe mostrar tranquilidad, pero no puede. Ríe, ríe, ríe, no para de reír. Exponer sus propósitos significaría perder los cinco billetes de cien dólares alquilados por el jefe de la excursión, además de una prohibición temporal para entrar a Panamá.

Si pierde el dinero se queda sola, lejos de su tierra. Debe concentrarse antes de hacer la fila, donde la abordarán sobre el motivo de su viaje. Tiene su mirada clavada en el suelo. Avanzamos en intervalos de cinco minutos. Un hombre se acerca.

- ¿Eres nica? Preguntó en tono caribeño aquel desconocido.

- Sí ¿cómo lo sabe? 

- Es que en este país las mujeres no tienen ojos tan hermosos. Si aceptas yo me caso contigo ahora mismo.

-No gracias, fue la respuesta automática de una nica, compañera de un joven a miles de kilómetros, quien le prometió su llegada a Panamá veinte días después.

Está cerca de la ventanilla de registro, a un brazo de distancia para saber la verdad. El hombre de la sorpresa anterior se desplazó varios metros con otros sujetos, quienes hablan en voz baja sin dejar de verla. Ella se percata, pero escucha su llamado para el  chequeo.

Empieza una conversación con el hombre detrás del vidrio. Blanca Lucelia hace gestos de aprobación, luego toma su billetera, saca los cinco billetes, los sube a la altura del hombro y los sacude. El hombre al otro lado asienta, luego le pide ver hacia una cámara.

“Bienvenida a Panamá”, dice el chequeador. Blanca Lucelia sonríe y vuelve al autobús. Ya es medio día y estamos listos para internamos en el país donde ganaríamos cientos de dólares. Llueve mucho. Mi compañera de viaje duerme y le acompaño en esa tarea.


Cinco horas después despierta para examinar el camino por donde avanzamos ya en territorio panameño. Seguía con sus ojos dorados a cada persona en el camino. Lo hizo ininterrumpidamente hasta su decisión de valorar la plática con el desconocido en la frontera.

“¡Qué chistoso! En todo el camino encontré lo que no vine a buscar. Tengo números de cinco enamorados, mirá, y de trabajo nadie me habla”, reclama en voz alta al mismo tiempo que decía no sin abrir la boca.

Blanca Lucelia no tiene temores. Dejaron de aparecer propuestas de matrimonio y a las seis de la tarde llega la pregunta esperada.

- Aquí ¿quiénes están interesadas en trabajar como domésticas? Levanten la mano, indicó Alicia, dueña de la excursión.

- Aquí, aquí, respondió Blanca Lucelia, quien no solo levantó la mano, se puso en pie. Sabe que es de estatura baja y necesita la vean.

- A ver ojitos bonitos ¿cómo te llamás?

- Blanca Lucelia.

- ¿Adónde vas?

- Al hotel Standfor.

- No, me refiero a la ciudad donde vas.

- Ah, voy a Colón.

- Bueno, estate pendiente, porque tenemos ahí un conecte ¿tenés número?

- No.

- Conseguí uno entonces.

Me vio, sonrió, miró la llanura que se diluía en la oscuridad y con esfuerzo articuló la siguiente frase: “voy a llamar a Nicaragua”.

Aquella imagen fue la última de nuestro viaje. Yo llegaba antes a mi destino. Una semana después me envió una solicitud para ser “mi amiga” en facebook. Aparecía sonriente en una cocina. Ya tenía trabajo.

 Al fin empleado
Arraiján era la ciudad donde esperaban por mí, donde además tendía un espacio pequeño en un apartamento. Tiré al suelo la cama inflable y empecé idear las maneras de conseguir un empleo. Por un momento me creí en Nicaragua.

Las noches son ruidosas y sepias en una ciudad ubicada a diez minutos de Ciudad de Panamá. Las rondas policiales son permanentes, porque comentaba el vecindario “los chacales –delincuentes- no descansan en Arraiján”. 

A los vecinos les pregunté si necesitaban un obrero. Fueron muchas veces, pero las respuestas  no fueron positivas durante dos noches. Era el único momento donde estaban las personas empleadas en sus casas. Faltaban pocas horas y debieron salir muchas lágrimas para ver la fortuna llegar. 

Esperé tres días antes de conseguir un empleo como constructor de torres móviles para la empresa de telecomunicaciones Digicell. A las siete de la mañana de mi tercer día llegué a un predio donde los restos de varias antenas de telefonía celular estaban dispersos. Una suerte de cementerio para exoesqueletos metálicos. 

Debía buscar a un colombiano llamado Armando, quien contrata a obreros para “trabajos duros” en Panamá. El contacto con él lo conseguí en una de las conversaciones que tuvimos todos en las fronteras sin preguntarnos nuestros nombres.

Armando tenía fama de ayudar a quien se lo pidiera a cambio de no abandonarlo en sus labores. Es costeño, aparentemente inmune a los rayos del sol y me expuso sin tapujos el trabajo que realizaría. 

Enviar los restos de aquellas antenas a una bodega cerca del centro de Ciudad de Panamá era mi primera labor. Piezas metálicas de hasta quinientas libras cada una debían marcharse luego que varios brazos humanos las ubicaran en una rastra. 

Alguien coordinaba a gritos y cantos. Era el Viejo Saolo, mi compañero de trabajo en los próximos treinta días. Salsero, colombiano, mujeriego, guajiro, ebrio y aventurero, de aquellos verdaderos sí, con más historias que glóbulos rojos. Me llamaba Viejo Cristhian.

Llegó a Panamá en un barco hace 22 años. Sabía cada maña y trampa de un trabajo que nunca realicé, el cual aprendí gracias a sus instrucciones. Me mostraría también por qué antes de migrar muchas personas te hablan de riesgos.

“Oiga Viejo Cristhian, el domingo -8 de diciembre- es día de las madres acá, pero el jefe dijo que le entráramos a esta vaina paisano. Le darán sus extras ¿viene o qué? Va estar el Viejo Coco, Ricardo y el otro nica”, indicó con sus dos manos puestas en la cintura.

Acepté sin pensarlo, ni pensaba también lo que se venía.

Desperté como ya lo hacía hace dos semanas, a las tres de la mañana. Era domingo de extras y debía estar a las siete de la mañana en la Transísmica, entre Galores y Raenco. Debíamos terminar el trabajo. Todo ocurría con normalidad. 

Se trata de una zona industrial en la salida de la capital hacia el Caribe, donde están ubicados almacenes, ferreterías, bares y restaurantes de pollo frito. Comprende alrededor de diez kilómetros en línea recta donde los temblores eran comunes gracias a las recién iniciadas perforaciones subterráneas para el metro. Nada detenía nuestras labores. 

Dos de la tarde y teníamos cargada la última mula, así le llaman a las rastras, furgones, camiones. Fin de semana y estábamos cansados. El Viejo Saolo dijo que compraría las primeras seis cervezas con la condición de que “Coco”, quien es panameño y yo compráramos los doce restantes. Serían cinco dólares cada uno. Empezamos

A pesar de saber que esa cantidad significaba un aporte a la comida de la próxima semana, no dudé en usarlos. Calculé que de los cuarenta conseguidos ese domingo solo extraería esa cantidad. Además, el trabajo estaría por tiempo indefinido. Encontré descanso en la propuesta del Viejo Saolo.

A las cuatro y media de la tarde era un obrero migrante ebrio, en camino a tomar el Metrobus a un lugar llamado Villa España, donde es prohibido circular en ese estado, porque se trata de una avenida exclusiva.
En esa tarde nadie sabe cómo estoy. Llegué a la parada y abordé el vehículo cuya temperatura  estaba baja por el aire acondicionado. Me siento y de inmediato tengo la sensación de estar en un helicóptero, el cual acaba de perder su hélice mayor.

Voy en camino a Albrook, la terminal central de Panamá, donde abordaría un “Diablo rojo”, un vagón con llantas que viaja cada quince minutos hacia Arraiján, con música salsa a volumen de discoteque.

Ya en la bahía de abordaje siento ganas inmensas de vomitar. Entro al autobús tropical. Quiero la ventana, el viento disiparía las náuseas, pero sucede lo contrario. Salí rápido, vi hacia los lados y me acerqué a una columna para vomitar. Me senté en la cuneta.

Acabo de sentir alivio cuando entonces veo a un guardia de seguridad que se dirige hacia mí. Vomito nuevamente. Ya está a mi lado. Empieza a mover la cabeza en signo de negación. A mi mente llegaban las pláticas sobre gente deportada por esto. 

- ¿Va pa’lante? Pregunta.

- Digo sí, con una voz arada y baja.

- Tome el autobús ¿pa’ dónde va?

- Arraiján.

 - Ta bien, dijo para marcharse.

¿Por qué aquel guardia no me pidió mi identificación? Siempre lo hacen ¿por qué no me detuvo? Tenía lo suficiente para proceder. Nunca lo sabré, pero si algo tengo claro es que solo esperaría ocho días para pagar mi error.

Madrugar para un arresto 

La condición de migrante, quien trabaja sin permiso del Estado se encargó de acercarme a las leyes en mi cuarto lunes en Panamá. Estaba afeitado, mis músculos ya estaban acostumbrados al trabajo de obrero y al despertar temprano para tomar dos buses y llegar al trabajo después de hora y media de viaje. El mejor inicio de semana desde mi arribo.

Misión nueva. Instalar una móvil en Clayton, área exclusiva donde entonces estaba la Embajada de Estados Unidos y donde también disfrutaba los despegues de  jets privados panameños.

Sin embargo, el punto de reunión sería en Calidonia, el barrio más peligroso del país. Ahí estaba el taller donde nos daban palas, barras, picos, martillos, alicates, baldes, etc.

El jefe no llegaba y Norlan, un compañero nicaragüense llegaba para proponer una visita al apartamento del Viejo Saolo, ubicado a una cuadra en otro taller. Nos recibió, hablamos, reímos y vimos cómo la policía militarizada de Panamá entraba a las casas y apartamentos cercanos. Eran a las seis y treinta de la mañana.

“Es allanamiento, esto está caliente desde anoche, sino mire allá”, indicó el Viejo Saolo para mover mis ojos hacia la patrulla en la esquina frente a nosotros al tiempo que su celular sonaba y ahora decía “ya papa, nos vamos, ustedes se van pa’ llá, yo voy por mis vainas y los sigo”. 

Diez metros después de dejar aquel taller escucho la voz que me robó la tranquilidad.




- Deténgase, dijo un oficial de dos metros de altura, moreno y vestido en verde totalmente.

- Su identificación por favor.

-Sí oficial, tome mi pasaporte.

- Suba, vamos al cuartel a verificación, indicó luego de ver varias hojas del documento.

- Manos al cuello.

- Ta bien, ta’ bien.

Llegué esposado a un sector frente a la terminal Albrook, al aire libre. Me acompañaban varios hombres uniformados, sin camisas, tatuados, de cualquier manera, con caras de desvelo, sin bañarse, de todo.

Hasta entonces la sensación de esposas en mis manos se albergaba en algunos pasajes de mi imaginación. La cárcel la tenía construida con imágenes mentales de películas y anécdotas. 

Me incorporé a una fila, pidieron desarmara mi celular y separara la batería. Pusieron en cinta adhesiva  mi nombre sobre el aparato y me enviaron a una celda improvisada con cualquier cantidad de sospechosos, quienes me vieron a coro y luego bajaron la mirada. 

Dos oficiales entraban ahora. Uno con pasa montañas, el otro con lentes oscuros  empezaron a interrogar a cada uno de los detenidos. El último se acercó y en tono agresivo empezó a preguntar quién era yo y advirtió estar ahí “para que recuerdes este día, porque si por mí fuera ya estuvieras encerrado”. 

- ¿Cuál es tu número de pasaporte? Preguntó.

- No sé.

- ¿Qué?

- No sé, sinceramente no lo recuerdo.

- Jajajajajaja ¿sabías que es delito estar en un país desconocido y no saber tu número de pasaporte? Quítate la camisa payaso.

El oficial procedió a fotografiarme sin camisa, de frente y de perfil. Luego indicó me moviera  hacia una esquina, donde estaba el encapuchado, quien no esperó para la segunda sesión fotográfica con el detenido.

- Mira, sostén esto te tomaré la foto, haré como que te la muestro y verás que la borro, dijo en tono confidente sin mostrar sus ojos.

- Ta bien. 

- De frente.

Me había entregado una pequeña pizarra blanca con un código inscrito.

- Ahora de perfil.

Después de esa foto me abordó.

- ¿De dónde eres?

- Nicaragua.

- Conozco Nicaragua, dijo al tiempo que mostraba su mirada por primera vez.

- Estuve en Managua en un encuentro de karate en un hotel que es una pirámide.

- Ah, en Plaza Inter.

- Tranquilo, los llevarán a verificación y luego los sueltan.

Así fue. Entramos en una celda hermética, donde cada hora llegaba un oficial, miraba al grupo, empezaba a señalar y llevaba a los elegidos a un cuarto de interrogación. La sensación de no saber cuándo se recobra la libertad, en un lugar donde nadie te conoce, obliga a reconsiderar muchas veces la determinación de haber migrado.

Recordaba que mucha gente me pidió no irme de Nicaragua. Llegaron a mi mente preguntas como ¿qué pensarían todos al verme con esposas en un cuartel? ¿Sabrá mi familia que necesito me traigan comida? ¿Será que pueda conseguir un cigarro aquí? Quería respuestas.  

Empecé a ver hacia los lados con intención de capturar la mirada de alguien en la reja y preguntar si ya estuvieron antes y cómo es el procedimiento. Anhelaba conocer mi final. Todos trazaban con ayuda de sus ojos miles de ideas en el suelo.  Nadie habló. 

Es medio día, tengo hambre y necesito saber qué sigue. Me llaman. Entro a un cuarto frío donde están dos oficiales sentados y listos para interrogarme. 

- Nombre de los padres.

- Respondí.

- ¿De dónde es?

- Nicaragua.

- Déjalo. Es un nicaragüense más que viene a trabajar. No anda mal.

- ¿Cómo se llaman los que gobiernan Nicaragua? ¿Sandinistas?

- Así es.

- Ese man es malo, aquí nadie lo quiere.

- ¿Qué dice usted? 

- Me da igual, mire dónde estoy.

- Lo sé, lo sé. Ta listo, espere afuera.

Las preguntas y comentarios llegaron de ambos y por los temblores en mi cuerpo a causa del frío no recuerdo sus nombres. Estaba sin camisa con el aire acondicionado de frente. Salí. Hora y media después me esposaron nuevamente y me llevaron a firmar mi salida a la puerta de entrada del cuartel.

Vi cerca un “chino”, así llaman a las pulperías. Busqué una bebida y le pregunté a una joven, quien esperaba la salida de alguien, dónde estaba parado. “En Curundú”, respondió.

A dos cuadras de donde la patrulla me arrestó estaba con una bebida sabor a fresa y con ganas de regresar a Nicaragua, pero la llamada de mi jefe a minutos de unir mi celular nuevamente desplazó esos pensamientos. Una hora después cavaba un agujero de 80 cm2.

Todo transcurrió tranquilamente durante tres semanas más y desde entonces no sé algo de Blanca Lucelia. Dicen que el Viejo Coco asesinó a alguien y huyó. Norlan compró los zapatos que vio en un centro comercial y el Viejo Saolo de vez en cuando me pide regresar a través de facebook.

Gané muchos dólares, escalé una torre de 40 metros de altura y regresé a Nicaragua con el sabor de una sociedad en la cual se trabaja arduamente para disfrutar cada fin de semana y en pocas horas algunos dólares. Es norma general en Panamá.



El regreso

lunes, 15 de abril de 2013


Conocí a Jessica en dos mil siete cuando mi vida empezó a cambiar. Fueron efímeras las ocasiones en que pasé la vista por algún texto suyo en la universidad. Hoy, cuando decidió compartir una de sus recientes creaciones al menos me demostró lo no superficial de sus ser, nada convencional con sus ideas.

Este texto evoca una canción. De una italiana. Cada letra, como el final, es una trivia a la cual les invito y sin duda la disfrutarán.


Por Jessica Solís



Eran esos días grises y fríos cuando se anuncia la llegada del invierno en Toronto, Stella se levantó de su escritorio y observó, desde la ventana de su oficina en el quinto piso, el panorama de la ciudad agitada. Esa vista durante los últimos cuatro años se convirtió en parte de su rutina. Tomó un sorbo de café, acomodó su traje y caminó hacia la puerta, la aseguró y comenzó a empacar. Con el inicio del invierno llegaban también sus vacaciones en Aruba, en la casa de playa que sus padres le obsequiaron el día de su graduación antes que se marcharan a Italia.

Poco a poco acomoda en algunas cajas los artículos de su oficina: retratos, informes, papeles, relojes, adornos, todo quedaba debidamente guardado y sellado, tal como si no hubiese regreso. Luego de dos horas de encierro, observó a su alrededor, su oficina estaba vacía y decidió echarle un último vistazo a lo que fue su hogar por cuatro años. 

Entre las cajas simulando un descuido, dejó la nota en sobre cerrado, tomó su maletín. Al salir se despidió efusivamente de algunos compañeros de los que ni siquiera conocía el nombre. Extrañados la observaron por unos minutos mientras se marchaba.

Stella avanzaba pensando en sus casi 28 años. Sin verdaderos amigos quizá por su falta de expresividad. Su altura quizá intimidaba a los hombres. Acomodó el cabello oscuro que acariciaba suavemente sus hombros. “Estoy harta de esta soledad. A nadie le importo”, se dijo.

Esa noche, al llegar a su apartamento, la recibieron los mismos de siempre: Leo y Zeus, sus dos labradores negros. Ahí también la esperaba la soledad, para sentarse junto a ella en el sofá y culparla por la vida que llevaba. No había risas en su hogar, ni besos ni caricias, tampoco recuerdos ni noches de canto, pero sabía que en Aruba se resolvería todo.

Dos días más tarde se encontró, de noche, viendo el techo de su habitación en la casa de playa, la brisa del mar entraba cálidamente por su ventana. Inmediatamente los recuerdos inundaron su mente. Su infancia, sus años en el internado, sus aventuras en la preparatoria, sus inicios en la universidad y el día que conoció aquellos ojos negros, esa piel color marfil y aquellos aires de trovador.

La boina desordenando aquella melena color miel… y una guitarra abrazando la espalda de Marcos. Todo lo demás, las salidas al café, los paseos por los jardines, los versos dedicados y sobre todo los besos robados había sido tan poco y tanto al mismo tiempo. Un verano a su lado y así como llegó también se marchó, dejó una nota de despedida y se llevó todo, incluso las sonrisas, los sueños y la chispa de Stella. Desde entonces le parecía que todo lo que emprendía carecía de sentido.

Regresando en sí, se puso en pie en la habitación y caminó pausadamente hasta el balcón de la habitación, donde cada verano había observado el ocaso. Amaba ver el horizonte. Esta noche no fijó su vista en el cielo estrellado, ni prestó atención a la luna, clavó su mirada en el despeñadero, viendo cómo las olas rompían con fuerza entre las rocas. Siempre había sido cuidadosa al acercarse al balcón, pero esta vez recogió su camisón blanco, se sujetó de la pared y puso sus pies en el borde, cerró sus ojos, titubeó y tuvo miedo. 

Sorprendida miró nuevamente lo que sería su tumba, tenía que saltar, su vida acabaría ese día, ese era plan, pero ¿por qué su cuerpo no obedecía? Necesitaba la complicidad de la oscuridad para poder ejecutarlo. Entonces la blanca luz de la luna de pronto se transformó en una enorme linterna con la que alguien, un desconocido, la vigilaba desde alguna y de todas partes. Lo que estaba a punto de hacer estaba siendo vigilado.

Esa invasión a su privacidad le encendió una llamita. Avanzó algo, estiró el pie y sintió las rocas. Pero poco a poco las ganas de vivir se apoderaron de ella, le vinieron nuevamente los deseos de ver más atardeceres, de sentir la arena entre sus pies, de jugar con el viento, de visitar a sus padres y sobre todo, volver para desempacar las cajas de su oficina, luego, sentir el frío de Toronto y por último, romper la carta que hace dos días había dejado en un sobre sellado. Pero las rocas empezaron a desmoronarse entre las blancas plantas de sus pies.

Así disfruto el desempleo

sábado, 9 de marzo de 2013



Era el último sábado de febrero, la segunda luna llena del dos mil trece y habían pasado tres meses desde que me convertí en  un periodista desempleado.  Hice el viaje de mi vida, porque me cambió la existencia y perdí todo.

Estaba dentro de una imprenta por primera vez y era el vigilante nocturno de los fines de semana. Aún lo soy. Las máquinas donde se imprimía La Brújula, revista donde laboré, son confidente y compañía en noches de permanente alerta.

De las jornadas nocturnas remarco el paraíso en que el oficio de vigilante se convierte para un lector con insomnio y engañado por cualquier ruido. El gozo de tener una montaña de libros a medio hacer, completos, en los rodos de “las naves”, con olor a tinta reciente y a la mano, aún no encuentra comparación.

Está de más hablar como testigo de la metamorfosis de una revista literaria, un informe sobre violencia contra la mujer o el libro de Ernest Hemingway “El viejo y el mar”. No quería dormir la verdad.

Desde la primera noche dispuse muchas energías para explorar cada rincón de la imprenta a la que llegué tantas veces por asuntos de redactor o corrección, pero sin la curiosidad de ver las máquinas donde se tiraron no sé cuántos reportajes, ganadores de muchos lectores y premios.



Aunque no iguala la satisfacción del reporteo, tomar esta opción no dista mucho de ser una de las experiencias de más valor en veintiséis años de existencia ¿Por qué? Porque me motivó a escribir estos seis párrafos y los que siguen.

¿Cómo llegué?

Luego de tocar fondo uno es capaz de cualquier cosa. Puedo rescatar entre las tantas cometidas la ocasión cuando me detuve en una vitrina y leí títulos de libros de autoayuda. Pasado diez minutos y cuarenta y cinco segundos, me detuve ¿Qué te pasa Cristhian?

Cuando la escena ocurrió había marcado con un check cada medio de comunicación en lista. No sólo por haberlos visitado, también tenía una respuesta negativa. El mundo conocido por un periodista acostumbrado a estar en ningún lugar terminaba. Por ahora.

Inicié entonces a disfrutar cada ironía.

Ante la necesidad de permanecer en Managua, porque soy migrante doméstico, debí aceptar que hacer crónicas sería por tiempo indefinido el plan B. Entendía por qué el Gabo permaneció en París por mucho en tareas periodísticas y con el dinero para comer, moverse, escribir y reportear, nada más. Disfrutaba saberlo.
Recibí la propuesta menos pensada, esa que me sacaría del pantano. 

Don Melvin Wallace, un señor con sangra altruista, idealista y ganas incansables de decirte lee toda tu vida, me propuso ayuda. Además de darme libros inició un monitoréo de amistades con medios o empresas donde podría laborar.

Luego de una charla con emociones, risas, recuerdos, propuestas, debates me propuso una tarea para conseguir dinero. Era esa o retirarme a un lugar donde no volveré porque sería renunciar a todo: Ciudad Darío. Un lugar donde nadie mide la magnitud de vivir en el pueblo donde nació el poeta. La vida inicia y termina con las cervezas y los fines de semana.

Estoy en esas labores, veo cada noche las maniobras de Juan, “el Chiqui”, Héctor y sus ayudantes cuando cambian, limpian, y amarran las láminas metálicas donde están estampadas las letras e imágenes de libros de español de Roger Matus Lazo y de “La Metamorfosis.”Luego se imprimen en el papel.



Son los amos de las naves, máquinas con apariencias centenarias, como traídas por una máquina del tiempo desde la Revolución Industrial para reproducir el conocimiento que tanto necesitan nuestros bachilleres, quienes no aprueban los exámenes de admisión.

¿Qué libros?

Como los ejemplares que debí vender en el Instituto Ramírez Goyena para la clase de español en el bachillerato técnico de los sábados y domingos. Fue un éxito inmejorable la venta de setenta y cinco novelas, para alguien con poca experiencia en ofrecer productos. Un extra además en la labor asignada.
Los alumnos de estas clases son un batido de actitudes, muecas, estilos y edades. 

No puedo dejar fuera el momento cuando una señora con al menos setenta años se acercó a comprarme la novela del curso. Sentí escalofríos.  El coche del niño frente a la joven madre que escribía las primeras instrucciones de la maestra terminó la escena.

Muchas personas creen aún en la educación y ven ésta el camino para ser mejores. No lo dudo. Probablemente sean estas alumnas o alumnos quienes valoren el trabajo hecho en las imprentas.

Cada reproducción se acompaña de olores particulares, adornados con fragancias combustibles hechas de gas y gasolina. La grasa en el suelo, en las palancas, poleas, cadenas no manchan el papel, sí las manos de sus capataces o las destruye en años.

Es un oficio aprendido empíricamente por cada uno de estos señores. Todos aseguran que el secreto es saber manejar las naves. La visión de Juan por ejemplo tiene grabada la calidad del color porque cada impresión requiere un vistazo y luego ajustes similares a los de un mecánico a medio chequeo de un motor dañado.



Los peligros no son ajenos al oficio de reproducir conocimiento. La rapidez con que le papel es ingresado y arrojado comprende un proceso de succión llevado a cabo por rodos y cadenas. Un descuido y el rojo será el color con fuerza en la siguiente impresión.

No es trágico estar sin empleo y ser periodista. Y no es que quiera seguir así. Es placentero ser testigo de esa labor. Tampoco es atraso no conseguir un puesto, es incomparable vivir experiencias que motiven escribir esto.


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